sábado, 18 de junio de 2016

BÁRBARA Y LOS CISNES UN CUENTO DE ÁNGEL VÁZQUEZ

Ángel Vázquez en el Zoco Grande de Tánger



















BÁRBARA Y LOS CISNES, cuento de Ángel Vázquez



Nota: este cuento lo escribió Ángel Vázquez como regalo de cumpleaños a Carmencita Palma y en agradecimiento al trozo de tarta que le ofreció la niña.





BÁRBARA Y LOS CISNES

Le vrai bonheur c'est le bonheur des autres




La mujer estaba sentada cerca de la ventana, dejando que el sol acariciara sus rodillas. Se hallaba entretenida en una paciente labor de petit point, la cabeza, inclinada, despreciando el azul de la mañana. Unas niñas cantaban en la calle las canciones de siempre. Cuatro rapaces, añorando la guerra lejana, jugaban al campo de batalla. Se les oía tirotear, haciendo blancos en objetivos imaginarios, sembrándolo todo de muertos.

En la habitación se advertía una pobreza limpia; la pobreza de cada cosa en su sitio. Una silla baja para el gato, un tiesto de barro en el que se amontonaban unos lirios. Sobre la mesa un quinqué. En un rincón, el sofá de terciopelo moscatel, y un sillón forrado de cretona. Una jaula colgaba del ventanuco, con un canario dentro. Un maniquí de los de mimbre.

Los pequeños soldados subían y bajaban las escaleras, entusiasmados de sus frecuentes victorias. Alguien empujó la puerta. Era la hija. Llevaba el cabello recogido en una trenza que colgaba indolente de su nuca. Su aspecto, era el de una muchacha de quince años con demasiadas horas perdidas en mirar a la luna. Casi una niña, con la mirada verde y los movimientos ágiles. La madre alzó un momento la vista, y preguntó convencida de la respuesta

- ¿Eres tú, Bárbara?

La muchacha se inclinó y besó a la madre en una mejilla.

- Traigo noticias. El enemigo ha hecho prisionero a un hijo de los Duterrain.

- ¡Pobre señora!

- Pero la guerra terminará pronto.

- ¿Cómo lo sabes?

- Nos lo ha dicho el profesor de geografía, que se conoce el mundo al dedillo.

La madre se levantaba. Era una mujer alta, que al hablar respiraba con cierta fatiga.

- Hay otra cosa, añadió la muchacha.


 - ¿Si?

- Violeta Derissy da una fiesta. Estamos invitadas todas las compañeras de clase.


Se produjo un pequeño silencio. Una breve pausa para que cantara el canario, para que los niños pusieran fin a la guerra, y las niñas fueran llamadas por sus madres. La mujer iba de un lado para otro, retiraba el quinqué de la mesa. Del cajón de una cómoda sacó un mantel limpio. Un mantel que al extenderlo olía a cosa nueva y almacenada.


- Te tengo empanadillas. He comprado un queso, pequeñito y fresco, como a ti te gustan, y la señora Muriel nos ha traído manzanas de su huerto.

- Madre, los padres de Violeta son muy ricos. Será una fiesta magnífica. Tienen una casa grande, llena de chimeneas y de perros. Viven en el Monte.

Los Derissy tenían un automóvil. Eran los únicos que en la ciudad, poseían un artefacto semejante, sin contar a los Gómez-Divar.

- Tú no puedes ir a esa fiesta, Bárbara.

La mujer observaba con detenimiento a la muchacha. Su vestido sencillo, un vestido de niña, que le venía demasiado corto porque a los quince años las piernas no son más que interminables pedazos de carne; las manos finas, delatoras de un espíritu inquieto.

Comía con una elegancia premeditada, moviéndose con dignidad, dando la importancia exagerada de los pequeños actos de señora mayor en un restaurant vienés. Era algo que había visto o leído no sabía dónde. Cuando terminaron de almorzar, la madre volvió a la costura. Bárbara se sentó en el sillón, en cuyo tejido se desparramaban dibujadas, unas anémonas gigantes, y se enfrascó en la lectura de un libro de colegio.

- Tengo que terminar esto. Además tengo el vestido de la señora Hanna.

La chiquilla arrojó el libro a un rincón del sofá. El gato que andaba dormido, oculto su orondo cuerpecillo tras unos cojines de veludo, saltó espantado, y desapareció por la puerta de la cocina.
- Estoy muy cansada Bárbara. El doctor me ha recomendado una temporada de descanso, cuando la señora Hanna me pague el vestido, con el dinero que tenemos ahorrado, nos iremos a pasar dos semanas al campo.

- La fiesta de Violeta es el jueves.

La mujer no hizo ningún comentario. La hija volvió a besarla en la mejilla, y se marchó al colegio.

Al quedar sola, la madre pensó que aquella era su única hija, que pronto dejaría incluso de ser una muchacha que soñaba demasiado, y que era indispensable hacerla feliz, porque ella, su madre, no viviría mucho tiempo.

El vestido de la señora Hanna quedó colgando del maniquí en trágica postura con las mangas en el vacío, como si fuera una cantante de ópera. La mujer sacó de un arcón su vestido de novia y se entretuvo unos momentos acariciando la tela, y llenando su mente de pasados recuerdos.

Las mismas niñas que habían cantado por la mañana, volvieron a cantar por la tarde. Eran demasiado pequeñas para ir al colegio. Los rapaces no aparecieron. La mujer estuvo cosiendo hasta bien entrada la noche.

- ¿Por qué no dejas de coser, madre?

- No puedo. Vendrán mañana a recogerlo.

- Parece un vestido de novia.

- Sí, algo de eso es.

- Me voy a acostar.

- ¿No estás enfadada conmigo, Bárbara?

- ¿Por qué dices eso?

- Por nada. Por lo de la fiesta.

- No tiene importancia.

- El jueves es pasado mañana, y un vestido de baile no se hace en dos días. Cuando volvamos del campo, trabajaré mucho, ganaremos mucho dinero, y podrás ir a cualquier fiesta que te inviten.

-Sí

La madre inclinó la cabeza, y clavó un alfiler en la manga del que fue su vestido de novia.

Mimí era una mujercilla de vida alegre que andaba con frecuencia triste. Vivía en el piso de abajo, y la madre de Bárbara aceptaba complacida algunos consejos de aquella muchacha, porque a su manera, conocía a los hombres.

- A ese vestido blanco le falta una cinta roja en el talle. Yo tengo esa cinta. Es de moaré. De una vieja caja de bombones que me regaló un admirador.

- ¿Y los zapatos? preguntó asustada la madre.

- Solo tiene unos de felpa verde, y ese color no va.

- No, claro que no. Yo tengo unos de charol carmesí que a Bárbara le sentarán de maravilla. Tenemos el mismo pie. Si a usted no le importa...

- ¡Que buena es usted, Mimí!

- Si yo tuviera quince años, y fuera tan inocente como su hija - murmuraba Mimí con un tonillo desilusionado - aún seguiría creyendo que los pájaros cantan en las ramas.

- Irás al baile de los Derissy.



Bárbara recibió la noticia con una mirada dulce. Era la máxima recompensa. El vestido blanco, recién planchado, descansaba sobre el sofá de terciopelo raído. El gato había sido encerrado en el lavadero, considerado como un elemento peligroso. Bárbara besó cinco veces a su madre, y tarareó una canción pasada de moda, mientras se cepillaba el cabello ante el espejo.

- Tendré que alquilar un coche de caballos ¿no te parece?. Los Derissy viven demasiado lejos. Sí. Voy a ir a casa de Marta González. Quedamos en que lo alquilaríamos juntas. Yo tengo mis ahorros. Oye mamá, ¿tú crees que tengo los senos bastante desarrollados?

- ¡Bárbara!

- Necesito que me miren los hombres. Por lo menos esta noche. Mañana volveré al colegio, a las empanadillas y a las miradas burlonas de Mimí.

- No seas cruel.

- Eres muy buena, madre. Y yo te quiero mucho.

La mujer se sentó de improviso en el sillón, víctima de un insoportable cansancio.

Salieron a despedirla algunos vecinos. Mimí lo contemplaba todo desde su ventana. Iba preciosa.

- ¡Ya está ahí el coche de caballos!
- ¡Ten cuidado hijita, súbete la falda para que no se te manche! No vuelvas muy tarde!

Ella sonreía feliz, saludando con su mano fina y graciosa a las sombras que se dibujaban en la callejuela. Su madre le dió un beso en la frente. Estaba llorando. Bárbara se acurrucó en el coche, y dió una dirección al cochero. El trote de la pareja de caballos sobre los adoquines de la callejuela se había convertido para la muchacha en una musiquilla llena de promesas. La madre subió con lentitud las escaleras ahogándose espasmódicamente, y descansando con frecuencia.

La mujer entró en la habitación y retiró los platos que habían quedado de la mesa. El canario, sin venir a cuento, lanzó un breve trino. Alguien cerraba unas persianas. En el puerto acababa de entrar un barco. Todo el suelo de la habitación estaba lleno de retazos de su vestido de novia. La mujer alcanzó el vestido de la señora Hanna, y sentándose cerca del quinqué reanudó la  costura.

Cuando se levantó para cerrar la persiana era muy tarde. El lucero de siempre colgaba por encima de los tejados en un firmamento de una limpidez extraordinaria. La mujer se detuvo un instante a mirarlo. Fue entonces cuando sintió aquella sensación de bienestar íntimo, de cosa que termina y cayó al suelo de bruces.

Cuando terminó la fiesta, la luna andaba demasiado alta. Uno de los coches de la familia Derissy llevó a Bárbara y a su amiga Marta González hasta la ciudad. El cochero la dejó a la entrada de la callejuela, que a esas horas de la madrugada, a consecuencia de un juego de luces, parecía un riachuelo. La luna, como siempre, era la culpable de todo. Bárbara caminaba despacio, saltándose los adoquines oscuros, llena de un gozo irreprimible.

Cantaron unos gallos. La muchacha subía los escalones con una estudiada lentitud. La casa estaba a oscuras. Quiso empujar la puerta, pero la encontró cerrada.

- Es demasiado tarde. Mamá se ha dormido.

Intentó llamar quedamente. Luego se sentó en uno de los escalones, y apoyó la frente en los hierros del barandal. Faltaba muy poco para el amanecer. Un borracho apareció tambaleándose por una esquina. Cantaba una canción obscena, arrastrando las erres. La fiesta había resultado extraordinaria. La señora de Gómez-Divar llevaba un vestido de terciopelo blanco, que Bárbara había visto por primera vez en el ataúd de una compañera de clase, muerta de tifus, hija de unos diplomáticos extranjeros.

-La señora de Gómez-Divar va vestida de entierro, pensó después de haber probado el champán.

Julieta, la hija de los Derissy, al verla confesó admirada que su parecido con la niña del tapiz era tremendo. Los Derissy la llamaron de este modo durante toda la noche Victoria. El hermano mayor de Julieta la acompañó a la habitación de la abuela, donde colgaba de una de las paredes el tapiz que en su juventud había bordado la anciana señora. Aprovechando la penumbra de aquella pieza mal iluminada y el arrobo tonto de la muchacha le dio un beso en el cuello. Sí, todo había resultado maravilloso. 
El tapiz representaba a una niña con un vestido blanco, y un cinturón de moaré rojo. La niña daba un trozo de pastel a unos cisnes.


Tánger, 8 de Diciembre de 1956





CODA: Este cuento figura en la edición de Pre-Textos de 2008.  También Domingo del Pino Gutiérrez lo ha publicado en su Blog Tánger y otras utopías.. 






Ángel Vázquez (Tánger 1929 -- Madrid 1980)








El Café de París cuando Tánger era Zona Internacional 









 Callejuela de Tánger

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