Para los que hemos nacido en la segunda mitad del siglo XX
aquel mayo francés de 1968 nos ha dejado una impronta difícil de olvidar.
Yo estuve en París dos años antes, en un viaje de estudios, y
nada nos hizo presagiar, a mis compañeros y a mí, lo que sucedería un par de años después.
Recordamos mayo del 68, cincuenta años después, con las
palabras de Daniel Arjona e Ignacio Segurado publicadas en el periódico digital
El Confidencial el 29 de abril de
2018 y que reseño a continuación:
Sus cadenas sonaron primero en París, luego en Praga, Roma,
Berlín, México DF, San Francisco, Nueva York… Un planeta en llamas que
convirtió 1968 en un año de sobresaltos y violencias en las sociedades
desarrolladas, de esperanza también para toda una legión de revolucionarios
golpeados al final por una profunda y total derrota. El mundo ya no volvería a
ser el mismo.
La guerra de Vietnam agitaba aquel año las universidades de
EE.UU. y Alemania y llegó a París en febrero cuando los estudiantes tomaron por
primera vez el Barrio Latino. El sector antibélico más radical se atrincheró en
una pequeña universidad a las afueras: Nanterre. Los “rabiosos” (enrages), como
fueron bautizados, ocuparon el campus y nació el movimiento 22 de marzo. Lo
dirigía un líder peculiar, un chaval ácrata y pelirrojo de origen alemán:
Daniel Cohn-Bendit.
Daniel Cohn-Bendit en 1968 |
Recuperada de los estragos de la Segunda Guerra Mundial bajo
el puño de hierro de De Gaulle, Francia estrenaba 1968 como una nación
desarrollada con una potente sociedad de consumo y facultades saturadas de
estudiantes. La economía del país comenzaba a resoplar pero la estabilidad
parecía asegurada. Le Monde lamentaba
en un editorial a principios de año que Francia
se aburre, y el casi octogenario general aseguraba: la patria está en una situación satisfactoria mientras otros países
pasan dificultades.
El 2 de mayo el Gobierno cerró Nanterre, fuera de control, y
convocó a Cohn Bendit y a sus secuaces ante un comité disciplinario. La cólera
de los estudiantes saltó entonces a la Universidad Central. En una acción sin
precedentes que quebraba su autonomía, la policía invadió la Sorbona mientras
miles de estudiantes se enfrentaban a los agentes con violencia. Los más de 50
heridos y 500 detenidos fueron aquella noche más interesantes para los medios
presentes en la capital para cubrir las conversaciones de paz en Vietnam que
las discusiones bizantinas entre las legaciones sobre la necesidad de contar
con mesas redondas o cuadradas. Al día siguiente todo el mundo lo sabía: París
estaba ardiendo.
El corresponsal español del periódico Ya
se mostraba, sin embargo, despistado. La crónica que publicó Luis Blanco-Vila
el 3 de mayo describía una jornada plácida y se interesaba por detalles
ociosos. Bajo el titular de Hubo
españoles en la manifestación
comunista de París’ recogía su encuentro con una tal Conchi, una muchacha
gallega que aseguraba representar a “la sección española” y a la que, aburrido
y pesaroso, seguía a duras penas su novio, que no dejaba de insistir para que
abandonaran la revuelta y se fueran al cine.
ABC sí recogía esa misma jornada el
incendio en la Sorbona aunque aseguraba también que la situación universitaria no provoca por ahora ninguna preocupación,
mientras que el falangista Arriba, un
par de días más tarde, tranquilizaba: todo
esto no crea nadie que se trata de un movimiento colectivo, grandioso,
mayoritario y justificado. No, es la acción de mil estudiantes como máximo, en
realidad de unos quinientos, si llegan, que están afiliados a la sección
estudiantil del partido socialista, que tienen mucho papel impreso, muchos
emblemas, muchas consignas, muy poco eco popular, pero que gracias a sus
exabruptos, a sus agresiones, logran la parálisis del mayor centro de enseñanza
del país.
El dos de mayo solo había sido un ensayo general. El seis, a
las nueve, los cabecillas del movimiento 22 de marzo comparecían en una Sorbona
vacía ante el Comité Disciplinario. París llevaba ya varios días ocupada
militarmente pero tras la comparecencia de Cohn-Bendit, masas de estudiantes
empezaron a confluir desde todas partes hacia el Barrio Latino y sitiaron a
unos 3.000 antidisturbios, los llamados CRS. ¡CRS igual a SS!, gritaban. Voló un adoquín sobre la plaza de San
Germain. Y otro. Y otro más. Se alzaron las primeras barricadas. A la lluvia de
piedras la policía respondió con gases lacrimógenos. Pero la multitud rugía y
avanzaba, arrancaba coches y árboles y eran los CRS los que reculaban. Las
calzadas desaparecieron mientras la playa comenzaba a adivinarse.
José Luis Perlado, de ABC,
relataba sus impresiones al día siguiente: A
las cinco y media de esta tarde, en el Barrio Latino de París, en la plaza
Maubert, que ha sido hoy el marco dramático de la máxima agitación estudiantil,
ha caído herido muy cerca de mí, entre los cascotes y bajo el humo de las
granadas lacrimógenas, un policía que no ha podido defenderse de las piedras
con su escudo. He visto su cuerpo ensangrentado, abandonado medio minuto en una
tierra de nadie, entre los dos bandos de estudiantes y de fuerzas del orden.
Después una atmósfera que sin exageración ninguna puede calificarse similar a
la de la Guerra. “Jamás he visto nada igual en esta ciudad”, me ha dicho un
periodista francés”.
El 7 de mayo había un millar de heridos —400 policías —,
centenares de detenidos y una sensación generalizada que fundía asombro y duda.
¿Qué estaba ocurriendo? Los grupúsculos de extrema izquierda, entre los que
destacaba la LCR trotskista que comandaba Alain Krivine, estaban seguros de
asistir a los primeros compases de la Revolución. El todopoderoso Partido
Comunista Francés (PCF), sin embargo, rechazó a los manifestantes, les tachó de
pequeño burgueses y de alborotadores y les dio la espalda. Como era costumbre
en los últimos tiempos, el PC no se enteraba de nada. O se enteraba
demasiado...
Y la proliferación de pintadas que no respetaba ninguna
fachada se expandía incontrolable. Todo el mundo tenía algo importante que
decir y rápido. Abundaban proclamas clásicas —Abolición del trabajo alienado,
Ni Dios ni amo —, pero eran más
numerosas las hedónicas —Vivir sin tiempos muertos, gozar sin trabas, Tomo mis deseos por realidad porque creo en
la realidad de mis deseos —
imaginativas —Bajo los adoquines, la
playa, Corre camarada, el viejo mundo
está detrás de ti — o ejecutivas: la
humanidad será dichosa el día en que el último burócrata haya sido colgado con
las tripas del último capitalista.
Sin embargo, el 7 de mayo el movimiento parecía controlado.
Las aguas bajaban aún turbias pero al menos encauzadas. Fue un espejismo. Tres
días después estallaba la gran noche de las barricadas. Y después la huelga
general. Los obreros se apuntaban al fin a la causa de los estudiantes.
Entre las 22 y las 02 horas del 10 de mayo de 1968 un buen
trozo de París se separó del estado francés. Un polígono irregular que corta al
oeste el bulevar de Saint Michel, la calle Claude Bernard al sur, al este la
calle Mouffetard, y la calle Soufflot y la plaza del Panteón al norte. La calle
de Gay Lussac era la principal arteria del territorio. Las barricadas resistían
durante horas a base de adoquines y cócteles molotov los embates de la policía.
Cuando una caía, los rabiosos se reagrupaban y levantaban otra nueva más atrás
mientras volcaban en zigzag filas de coches a los que prendían fuego para
entorpecer el avance fatigado de los CRS. Comunicadas entre sí, en las
barricadas se discutía sin tregua ni libro rojo.
El corresponsal de Ya
no atendía a anécdotas en su crónica del día siguiente. El diario madrileño
titulaba a toda página: Más de veinte mil
estudiantes riñen una violenta batalla en las calles de París. Blanco-Villa
resumía, lacónico: Sangre, humo, fuego,
gas, lágrimas. Más de 20.000 estudiantes reñían a muerte la más violenta
batalla que se recuerda desde hace muchos años en la calle de París. Y luchaban
contra la policía.
El editorial de ABC,
por su parte, se preguntaba: ¿Qué pasa
con el orden público en Occidente? ¿Qué explica el retorno de las barricadas — propias
del tiempo de la Revolución Industrial — a este tiempo nuestro, que ha cruzado
ya el dintel de la revolución tecnológica? ¿Qué suerte de levadura incendiaria
agiganta e ideologiza problemas que en principio son específicamente docentes?.
Tras la noche de las barricadas de Gay-Lussac el PCF y su
sindicato, la CGT, llamaron a la huelga general a partir del lunes 13. Pero tan
pronto como empezó el paro obrero, se les fue de las manos. Mientras los
estudiantes ocupaban la Sorbona el 14, los obreros hacían lo propio en las
fábricas, echaban a patadas a directores y mandos y se encerraban en ellas.
Caían uno a uno los más importantes núcleos industriales: Sud-Aviation, Cleón,
Renault-Billacourt… El sábado 18 de mayo había ya más de 10 millones de
huelguistas y Francia estaba paralizada. El franco no cotizaba en los mercados
y el presidente De Gaulle regresaba urgentemente de un viaje oficial para
reunirse con el primer ministro Pompidou.
Las autoridades españolas asistían a los sucesos cada vez más
dramáticos de sus vecinos galos con temor a que sus conciudadanos los emulasen.
El diario Arriba brindaba una receta
a los políticos franceses para acabar con la crisis: Las revoluciones solo son posibles cuando es el poder el que falla. En
Francia está fallando por debilidad, pero los agitadores de la Sorbona pueden
saber lo que es una represión a la soviética. Los estudiantes rumanos, checos,
polacos y alemanes orientales saben algo de eso.
Pero Francia no era una dictadura y la revuelta continuó. La
Sorbona ocupada se erigió rápidamente en el punto neurálgico. Los estudiantes,
autoconstituidos en asamblea, lanzaron desde allí todo tipo de llamadas a la
toma de fábricas y centros de poder y realizaron excursiones para visitar a los
obreros encerrados, quienes los recibieron con recelo. El 20 de mayo habló en
el anfiteatro del centro el filósofo más conocido de la nación. Jean-Paul
Sartre, casi inválido, se dirigió a los universitarios para mostrarles su
apoyo, su disposición, aún, para seguirles en la lucha, su entusiasmo. Cuando
desde el Gobierno se sugirió detener a Sartre, De Gaulle se negó: Uno no puede arrestar a Voltaire.
El movimiento se jugó el todo por el todo el 24 de mayo. El
vacío del poder que sufría el país parecía invitar al siguiente paso: su toma.
Ese día se buscó el asalto de los centros de mando, de ayuntamientos,
ministerios, Presidencia... pero no había armas. Nadie se había tomado
realmente en serio la preparación militar de la insurrección en ciernes y, al
anochecer, la bandera negra de los insurrectos no ondeaba en ningún objetivo.
Pero la Bolsa de París había ardido, había un muerto, miles de heridos y
detenidos, y la capital presentaba un aspecto apocalíptico. ¿Se trataba ya de
la revolución?
Al Gobierno no le parecía descabellado. El 25 de mayo el
primer ministro Pompidou se dirige por televisión y radio a la nación: hemos asistido ayer a una evidente tentativa
de desencadenar la guerra civil. El 29, De Gaulle desaparece y, en el
interludio de cuatro horas en las cuales el Estado no existe, se dirige a Baden
donde logra el apoyo de las unidades de blindados al mando del general Massu
para marchar sobre París si fuera necesario.
De Gaulle |
Pero los rabiosos habían lanzado su último envite y habían
perdido. El 30 de mayo De Gaulle disolvió la Asamblea General y convocó
elecciones. Ese mismo día 600.000 personas se manifestaron en París con su presidente.
En los últimos días los sindicatos obtuvieron de la patronal y el Estado
cuantiosos aumentos salariales e importantes avances sociales. Todo había
acabado. El 16 de junio la policía desalojó la Sorbona.
No hay vaticinio que moleste más a un sesentayochista que aquel “¡acabaréis todos notarios!” que los más
sarcásticos del Mayo parisino gritaban a los jóvenes de las barricadas. La
figura del notario encarnaba el antiguo régimen, la tradición decimonónica, lo
gris: esa autoridad que había que derribar con un certero golpe de adoquín.
Pero aquella advertencia notarial escondía una profecía autocumplida: cincuenta
años después, muchos de los instigadores de aquellas jornadas (en Europa y
también en España) reniegan de su legado hasta el punto de haber convertido sus
biografías en la antítesis de aquel momento fundacional. Son los renegados del
68.
El desencanto con Mayo del 68 no es una actitud nueva. En
España se puede rastrear en los sucesivos aniversarios y en los artículos cada
vez más fúnebres. Hace diez años, la revista Cuadernos para el diálogo publicó un número íntegramente dedicado a
recordar el 68. Los títulos de cada trabajo daban forma a la amargura: El fin de un sueño, El desencanto, No queda nada, Debajo de los adoquines solo hay cemento… A fuerza de conmemorarlo, Mayo del 68 ha acabado
haciéndose bola. Tras medio siglo, el desmayo es general. En Posguerra (Taurus), Tony Judt señalaba
que los hechos de mayo tuvieron un
impacto psicológico absolutamente desproporcionado en relación a su verdadera significación. Es la fatiga de
la memoria. Recordar cansa. Y la prima hermana del cansancio es la distorsión.
Pero, ¿por qué tanto pesimismo, tanta nostalgia mal curada?
Y, sobre todo: ¿por qué tanta mala uva hacia una fecha que el imaginario
colectivo ha elevado a la categoría de mito cultural? En la evolución
—¿involución?— de muchos antiguos sesentayochistas
influyen razones tan humanas como el paso del tiempo, el desarrollo intelectual
(muchos de los que vivieron Mayo del 68 no han dejado de escribir, publicar y
traducir) y el legítimo cambio en la percepción de los problemas del mundo (y
sus soluciones). Mayo fueron muchos “mayos”. Un fenómeno contradictorio — según
se mire pudo ser más el fin de una era que el comienzo de otra — que ha
generado, con el paso de las décadas y las ideologías, un curioso fenómeno de
negación y reacción.
Lo peor de la herencia
de mayo es el buenismo, el cinismo, el puritanismo. Al
teléfono Fernando Sánchez Dragó, que no estuvo en París en el 68 pero sí en
Katmandú (otro foco de actividad revolucionaria). Cuando llegué a Nepal no había
un solo hippie, recuerda el autor de Gárgoris
y Habidis, para quien la razón del desencanto viene de que las cosas están ahora mucho peor. Para Dragó vivimos tiempos oscuros y cínicos. Y recuerda su militancia juvenil: A la derecha le hacíamos gracia, les caíamos
bien.
Aquí una clave. Los jóvenes del 68, los posicionados
políticamente, eran hijos de la burguesía, eran los cachorros díscolos del
sistema que pretendían ingenuamente derribar. Ese amateurismo, esa pertenencia
a una misma clase social, era vista con más condescendencia que odio por los
conservadores. Además, está el asunto de los partidos comunistas. Muchos
jóvenes del sesentayocho eran
maoístas y se la tenían jurada al comunismo ortodoxo de Moscú, detalle que la
derecha política supo canalizar a su favor.
La razón de que muchos sesentayochistas
españoles se hayan convertido al credo (neo) liberal está escondida en un libro
francés. Lo escribieron André Glucksmann y su hijo, Raphaël. En él, el viejo
'nuevo filósofo' de Mayo, fallecido en 2015, ajusta cuentas con las jornadas de
París, mientras su hijo le da la réplica. Al final de la obra se alude al
posible vínculo entre el 68 y la revolución liberal. A menudo se ha reprochado a Mayo que garantizara el triunfo del
capitalismo al derribar las barreras ideológicas y morales que restringían su desarrollo. Los
Glucksmann califican Mayo del 68 de “epifanía liberal”, una forma de cargar al
mismo tiempo contra la izquierda y contra parte de la derecha (la más
estatalista).
André Glucksmann (1937-2015) |
Raphaël Glucksmann |
En España, esa “pinza liberal” la desliza el filósofo y
articulista Agapito Maestre en un artículo de 2008: Mayo del 68 está más cerca del liberalismo que de cualquier otro programa político de la modernidad. Pero
liberal no es libertario. Y las jornadas de Mayo fueron más lo segundo que lo
primero. ¿Por qué entonces esta extemporánea defensa del 68 por parte de
algunos autodenominados liberales? El historiador Antonio Elorza lo achaca a un
intento de cancelar para siempre la expectativa revolucionaria. En su
reciente Utopías del 68 (Editorial
Pasado y Presente) alude a los destacados
sesentayochistas, radicalmente
anticomunistas que tienen en común su pasado
maoísta y que ahora llevan a cabo
afortunadas inserciones en el sistema de poder político y financiero.
Antonio Elorza |
Una idea desarrollada también en el libro que el profesor
Germán Labrador publicó en 2017, Culpables
por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española. 1968-1986 (Akal).
Aludiendo a las grandes figuras de la contracultura española que se han
posicionado a favor del neoliberalismo, Labrador, docente en Princeton,
argumentaba — en una entrevista a El
Confidencial — que en el viaje del
maoísmo o el lacanismo hacia la derecha orgánica hay mucho de matar al padre;
son viajes anímicos, profundos, en donde no siempre hay cinismo.
Germán Labrador |
Hace 30 años Fernando Savater — que participó en el Mayo
español contra el franquismo y se ha mantenido fiel a sus aspectos más
libertarios — señalaba que frente a la efeméride
de mayo no cabía sino el
distanciamiento irónico o la memez de los burócratas de la nostalgia. Parece que hoy hayan triunfado los segundos.
Hay un poso de derrota en este callejón sin salida de la memoria, donde a falta
de recordar hechos (de sobra conocidos) se recuerda el recuerdo. Muchos
artículos — y libros — sobre Mayo del 68 caen en el exceso de la primera
persona, lo que acaba por convertir la fecha en un asunto de filias y fobias
desprovisto de análisis objetivo. Es decir, un terreno fértil para los
renegados.
Fernando Savater |
Aquello no produjo
nada, pero lo borró todo, asegura el filósofo Gabriel
Albiac, que acaba de publicar Mayo del
68: fin de fiesta (Confluencias),
una reescritura de un libro suyo de los noventa. Para el ensayista, heterodoxo
colaborador en la órbita de la ilustración conservadora liberal española, el 68
fue una derrota afortunada: Tuvimos
suerte de perder, porque laminamos completamente el mundo precedente, pero en
su lugar no construimos nada, ninguna religión secular nueva como la de
nuestros padres. La visión
desesperanzada en Albiac contrasta con la mucho más optimista de la izquierda
actual, que sí se reconoce en los frutos de mayo (ecologismo, feminismo y
quiebra del principio de autoridad). Para Albiac, en cambio, Mayo del 68 sirvió
para salvarnos del credo de nuestros
mayores y para quebrar el sistema
izquierda-derecha, que había funcionado como una metáfora política básica
desde la Revolución Francesa. En este distanciamiento de la política - tan propio
de algunos liberales españoles - da la razón a Judt cuando señalaba el carácter fundamentalmente apolítico de Mayo.
Gabriel Albiac |
Asegura Dragó que renegar del pasado es una “tradición muy
francesa”. Es la idea de la disidencia, del estar en contra siempre, muy
afrancesada también, y que quizá esté en la base de algunos de los giros
intelectuales y políticos más llamativos desde Mayo. Ya Daniel Cohn-Bendit, Dani "El Rojo" en las calles de París hace 50 años y hoy europarlamentario
jubilado,
Daniel Cohn-Bendit europarlamentario jubilado |
Glucksmann, uno de aquellos “nuevos filósofos” que
irrumpieron en el mayo francés con voluntad rompedora y nihilista, dedicó sus
últimos años a demolerlo. Criticó su exaltación
fascista del instante y relacionó el substrato cultural del 68 con las
raíces del movimiento posmoderno posterior. A la misma tarea se dedica todavía
Alain Finkielkraut, intelectual maoísta en su juventud y hoy muy crítico. Para
el autor de La derrota del pensamiento, Mayo del 68 fue una pantomima disfrazada de drama y
coincide con Dragó en señalarlo como el origen de los actuales males de
Occidente: multiculturalismo, dictadura de lo correcto... En una entrevista en
el diario argentino La Nación, se
defiende de quienes le acusan de haberse convertido en reaccionario
argumentando que el regreso estrepitoso
de la categoría de reaccionario significa que el paréntesis antitotalitario se está cerrando. Olvida
que a quien él hace 50 años tachaba de reaccionario, Raymond Aron, llegó a
describir Mayo del 68 con palabras muy parecidas a las suyas: “psicodrama”.
Alain Finkielkraut |
Raymond Aron (1905-1983) |
Sic transit gloria mundi (Así pasa la gloria del mundo) |
Juan Valdés Leal, Finis gloriae mundi (1672), Hospital de la Caridad, Sevilla |
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