jueves, 25 de noviembre de 2021

ORIANA FALACCI ENTREVISTA A HAILE SELASSIE, EMPERADOR DE ETIOPÍA

 

 

 

Haile Selassie (1892-1975)



Oriana Falacci (1929-2006)


2ª edición, 1974


Preámbulo

 

Resulta difícil para un italiano, escribir desapasionadamente sobre Haile Selassie porque no es fácil superar la situación embarazosa que supone haberlo agredido, insultado, expulsado de su país con la inútil guerra que Mussolini nos echó a la espalda hace treinta y siete años. En 1935 también nosotros teníamos nuestro Vietnam. Se llamaba Etiopía. Quien ve el Vietnam como cosa nueva olvida o ignora, que para hacer un imperio nosotros caímos sobre un pueblo que no molestaba a nadie y para defenderse tenía un ejército descalzo y armado prácticamente sólo de sables. Olvida o ignora, que contra este pueblo enviamos las escuadrillas de Balbo y de Ciano, bombardeando pueblos indefensos, hospitales de la Cruz Roja, familias en fuga. Enviamos a las tropas del mariscal Badoglio, lanzando gases asfixiantes, sembrando destrucción y terror. Enviamos a los camisas negras del general Graziani, manchándonos con ejecuciones masivas y con las matanzas más inicuas. My Lai no debe asombrarnos. Nuestro My tal fue peor. Ocurrió en febrero de 1937, cuando, a consecuencia de un atentado contra Graziani, los camisas negras tuvieron carta blanca en Addis Abeba. Y durante días descuartizaron mujeres, ancianos, niños. Incendiaron casas e iglesias. Fusilaron a sacerdotes, estudiantes, inocentes. Hay quien dice que fueron tres mil, hay quien afirma que fueron treinta mil. Los estragos cesaron sólo cuando el puesto de virrey fue entregado a un civil Amadeo de Aosta. Pero ni siquiera entonces dejamos de portarnos, de modo infame con Hailé Selassié. Le dedicábamos historietas crueles como aquella en la que huía con la sombrilla. Le cantábamos canciones ruines como aquella que dice: “Aquí llega el rey de reyes en calzoncillos de filé”. O aquella que decía: “Con la barba del Negus haremos cepillos, con la piel del Negus haremos bolsos”.

La primera vez lo vi en al Gondar, una región abandonada de Dios y de los hombres, quemada por el sol, árida. Árboles, hormigas tucules. Su Majestad había ido al Gondar para inaugurar un puente metálico, y para acercarse a Su Majestad, o mejor dicho, para acercarse a la comida en honor de Su Majestad, los pobres habían acudido a centenares. Con sus andrajos, sus llagas y su tracoma.

 

Haile Selassie

La comida se había preparado al aire libre alrededor de la tienda imperial. Se había sacrificado docenas de carneros. El aroma de la comida llenaba el valle como una niebla, como una tortura. Los pobres no pretendían los pedazos selectos, los bistecas que aparecían humeantes sobre el mantel de Su Majestad. Las mesas de los sacerdotes coptos que habían acudido con sus sombrillas, sus cruces de oro y plata y sus invocaciones al Dios igualmente justo para todo y aquellos sacerdotes comían como leones. En cambio, los pobres se contentaban con los desechos. E imploraban desesperadamente, a voz en grito, los restos que los cocineros tiraban. Los intestinos, las cabezas, los huesos con un poco de carne pegada. Pero los cocineros arrojaban los restos a un prado vigilado por soldados con metralleta, y los soldados con metralleta rechazaban a patadas a cualquiera que intentase dar un paso, y los intestinos, las cabezas y los huesos con un poco de carne pegada iban a parar a los buitres y a los perros. Aquel prado era una pelea de perros, un aleteo de buitres que, felices, se lanzaban en picada y remontaban el vuelo con el pico lleno, mientras los pobres se lamentaban. “¡Uh! ¡Uh! ¡U!” Se lamentaron durante tres horas. Luego Su Majestad subió al jeep para regresar a Addis Abeba, y en el Jeep había una caja de dólares nuevos: billetes de un dólar etíope que vale veintidós pesetas. Su Majestad se puso a repartir dólares de veintidós pesetas. El jeep avanzaba a paso humano, los pobres corrían a lo largo de la calle flanqueada también por los soldados con metralleta y su Majestad entregaba el dólar al pobre que los soldados impedían que avanzara, eligiéndolo al azar entre la multitud. Una multitud que se apretujaba, movido cada uno por la esperanza de colocarse al lado de un soldado e implorarle: “¡yo! ¡yo!”. Mujeres encinta y niño rodaban por los suelos donde las más fuertes se subían encima de ellos y los pisoteaban sin piedad. Su Majestad se daba cuenta de todo, desde luego, pero no abandonaba ni un momento su hierática compostura, la dignidad real sobre la que tanto se ha leído. Sonreía imperceptiblemente, a la vista de los que se aferraban a los dólares y corrían por la colina en busca de atajos que les llevasen nuevamente al cortejo y al jeep para agarrarse de nuevo a un soldado, para volver a ser elegido, para extender otra vez la mano a la humillación. Al más veloz, que le daba las gracias con el saludo fascista, su Majestad le respondía con ademán bendiciente, hierático.

 Se llega a su Majestad con esta visión en los ojos. Se llega en audiencia oficial al palacio que fue del rey Menelik y de la reina Taitú, pasando entre los mendigos tumbados sobre la hierba, los guardias brutales que te tratan a empujones, y entre los leones que rugen sombríos. Hay dos en una jaula y otro suelto, atado sólo a una cadenita. El palacio se llama Viejo Ghebi y es una construcción de estilo colonial en el centro de Addis Abeba, rodeado de jardines y de altos muros. Se sube la escalinata meditando sobre la comicidad que a veces acompaña al dolor: la audiencia me había sido anunciada nueve días antes junto con una serie de advertencias bastante cómicas. Sobre todo nada de pantalones. Su Majestad es un señor a la antigua, no soporta a las mujeres vestidas de hombres. Y atención: tampoco soporta los vestidos cortos, escotados, sin mangas. Ninguna pregunta comprometedora o improvisada, por ejemplo, sobre Eritrea. Nada de conversación directa: Su Majestad hablaría en amárico y su secretario privado traduciría. En cuanto al cuestionario había que entregarlo por anticipado y someterlo al examen de los consejeros. Me enfurecí. Sólo había aceptado dos de los cuatro puntos: el de los pantalones y el de Eritrea. Pero mi dureza había sido castigada con noticias desastrosas sobre los dos chihuahuas. Sí, Lulú y Papillón estarían presentes en la conversación y ¿sabía por qué? Porque Su Majestad los usa como radar. Ellos le detectan bombas, traiciones, enemigos, peligros materiales y morales, la gente que ha de ser apartada y la gente en la que se puede confiar. El año anterior le habían colocado un ingenio de relojería en el avión en el que debía viajar. Cuando los perros subieron a bordo se pusieron a ladrar histéricamente y el rey comprendió que debía escapar.

 

La entrevista


Después de la escalinata hay una antesala, luego un saloncito de estilo chino, luego otra antesala, y de aquí se pasa al salón de Su Majestad: amplio, rojo, lleno de estucos, de tapices, de alfombras, de sillones rococó. Pasado el umbral hay que hacer una reverencia, un poco más adelante una segunda reverencia y luego una tercera reverencia. Agotadas las reverencias se levanta la cabeza, y, de pie ante un trono decorado con un tejido claro con flores rosas y azules, está Haile Selassie, emperador de Etiopía, León de Judá, Elegido de Dios, Potencla de la Trinidad. Rey de Reyes. Sí, es él mismo. Es este anciano pequeñísimo, antiquísimo. ¿Cuántos años debe tener? ¿Sólo ochenta como dicen las biografías? Yo diría que noventa o cien. Un rostro enjuto, sin carne, salpicado de manchas pardas, de madera. Parece el rostro de los faraones que están en el museo de EI Cairo, durmiendo un sueño de milenios y milenios. Más que un rostro, es una nariz y dos ojos. Una cabeza de pájaro. La nariz es dura, larga, como un pico de águila: no termina nunca. Los ojos son redondos, atónitos, velados por una cortina acuosa: hinchados de olvido. Cejas, bigote, barba, cabellos, lo cubren todo como plumas. Bajo aquella cabeza de pájaro con rastro de faraón, se adivina un sueño frágil como el cuerpo de un niño disfrazado de viejo. Sólo el tórax es un poco ancho porque Su Majestad lleva bajo la chaqueta un chaleco antibalas; todo el mundo lo sabe. Debe ser un chaleco muy pesado porque Su Majestad se sostiene con dificultad sobre unos pies que tal vez, respecto al cuerpo, resultan desproporcionados. Te observa cansadamente, tiende la mano y te estrecha la tuya. Se diría que basta un soplo para derribarlo, para romperlo en pedazos. No intimida visto de cerca. Casi inspira ternura. Por un instante quisieras ceñirle los hombros, ayudarle, decirle: “Por favor, Majestad, no esté de pie por mí, siéntese. No lleve este artefacto encima, le impide respirar. Quíteselo, por favor. Despacio, cuidado, muy bien. En seguida le traigo un almohadón y le sirvo un caldito. ¿Necesita algo más, Majestad?”

Pero en lugar de esto, sucede otra cosa. Sucede que irrumpen, petulantes y molestos como dos mosquitos, los malditos chihuahuas. Y salen al encuentro para husmear si soy amigo o enemigo, pero a medio camino frenan, de golpe, como si entre ellos y yo hubiera un terreno minado. Y se quedan así, parados, mirándome en un silencio colmado de incertidumbre. Su Majestad los miró, me miró, se endureció. 
 
Haile Selassie en el trono

Sentado ahora en el trono en el que se había encajado con movimientos cautos y lentísimos, recobró toda su autoridad despiadada de Gondar. Fuera la fragilidad, fuera la ternura, de repente quedó claro que no haría nada para mostrarse cordial y contestarme. Él era el Rey de Reyes, y yo sólo alguien que no era del gusto de sus perros. “¡Parlez!”, dijo con voz ronca y baja. A pesar de las protestas del secretario, preparé el magnetófono y pedí a Su Majestad que me respondiera en francés: no me fiaba de las traducciones. El secretario temblaba indignado. Su Majestad lo hizo callar sin mirarlo, con un ademán de su índice. Y... ¡cielos! Yo quería empezar con una frase amable, lo juro. Por ejemplo, con una frase que se refiriera a ese nacional sentido de culpabilidad. Pero ante mis ojos reapareció vivísima, punzante, desesperada, la escena de Gondar: aquellos pobres cubiertos de andrajos, atormentados, con las manos tendidas hacia las tripas devoradas por los perros, por los buitres, mientras los soldados de las metralletas los apartaban a puntapiés; aquella multitud que corría, se atropellaba, se mataba para recoger un dólar de veintidós pesetas, un dólar del rey. Y surgió mi pregunta, insoportable, insolente. La conversación duró más de una hora. Su Majestad respondía fatigosamente, con pausas interminables, jadeando. A menudo, no comprendía lo que le preguntaba evitando alusiones directas. Tal vez porque no habla francés tan bien como dice, tal vez porque su envejecido cerebro ya no sigue los conceptos. Y me tocaba repetir, soportar su cólera que a veces resultaba ofensiva: “¡Etudiez, étudiez!” ¿Qué tenía que estudiar? ¿La buena crianza, la hipocresía, las mil cosas que los reyes no saben? Ante la última pregunta, se asustó. Era una pregunta sobre la muerte. Y a Su Majestad no le gusta la palabra muerte. Tiene demasiado miedo de morir, él que con tanta facilidad manda a otros a la muerte. De manera que me echó. Pero se enfadó mucho más cuando la entrevista fue publicada. Para explicar mejor lo que él me había dicho, me pareció oportuno intercalar sus respuestas con notas y observaciones. Y, claro está, tales notas, tales observaciones, no podían halagarle. Su ira explotó violentamente y de ella florecieron amenazas, protestas oficiales y oficiosas, pastiches diplomáticos que comprometieron al embajador etíope en Roma y desgraciadamente al embajador italiano en Addis Abeba. Y no cito las protestas de los italianos que vivían en Etiopia y que temían, por mi culpa, una real venganza. La mayor parte de los italianos que viven en Etiopía hablan con nostalgia de Mussolini y no sintieron por mí demasiada simpatía. Sus quejas tuvieron muy poco de amistosas. Prefiero referirme a las cartas de quienes me informaron, afectuosamente, de que haría bien en no volver a poner los pies en Etiopía hasta que Su Majestad hubiera pasado a mejor vida. “Se lo ruego, siga mi consejo”.  Ya conocía el consejo. Me lo habían dado, desde Haití, después de mi entrevista con Baby Doc: “Se
lo ruego, manténgase alejada de Port au Prince. Si vuelve, se juega la piel. La característica más irritante de los tiranos es que carecen de fantasía.

P.- Hay una cuestión, Majestad, que me preocupa desde que vi aquellos pobres correr detrás de usted por un dólar de veintidós pesetas. ¿Majestad. qué siente cuando reparte limosna a la gente? ¿Qué siente ante tanta miseria?

R.- Siempre ha habido pobres y ricos y siempre los habrá. ¿Por qué? Porque hay quien trabaja y hay quien no trabaja, quién tiene afán de ganar algo y quien no tiene ganas de hacer nada. Es cierto que Dios nuestro Señor nos pone iguales en el mundo, pero también es cierto que cuando se nace no se es rico ni pobre. Se está desnudo. Es luego cuando uno se vuelve rico o pobre según sus méritos. Sí, también Nos sabemos que distribuir dinero no sirve para nada. ¿Por qué? Porque para resolver la miseria hay un solo camino: trabajar.

P.-  Majestad, quisiera estar segura de haber comprendido bien. ¿Quiere decir, Majestad, que el que es pobre merece serlo?
R.-  Nos hemos dicho que es pobre aquel que no trabaja porque no quiere. Hemos dicho que la riqueza hay que ganarla con esfuerzo. Hemos dicho que el que no trabaja no come. Y ahora añadimos que la capacidad de ganar depende del individuo: cada individuo es responsable de sus desgracias, de su destino. No es justo esperar que la ayuda caiga del cielo, como un regalo: la riqueza hay que merecerla. EI trabajo es uno de los mandamientos de nuestro Señor Creador. La limosna, vous savez... (Entre las limosnas que el emperador hace a sus súbditos está también la del pan. Cada sábado, cuando el emperador va a una de sus villas campestres al lago, llena su automóvil de hogazas y las va lanzando por la ventanilla. Pero no siempre el pan va a parar a manos de sus súbditos, Los perros y los carneros conocen el rito, de manera que cuando aparece el automóvil, corren a disputarse el puesto con los niños y con los hombres y generalmente ganan. El pan, en Etiopía, es una comida de ricos. El plato nacional en Etiopía, es la ingera una tripa de pasta gris, blanda. Se come empanada con berberé, una salsa asesina compuesta de pimentón, picantes y cebollas trituradas. El berberé mata al gusanillo del hambre, la ingera llena el estómago. La carne se come sólo dos o tres veces al año y cruda. El motivo es que Etiopia es el país de renta per cápita más baja del mundo. El salario de un zabagna, un guardia en la ciudad, es de quince dólares al mes. El proletariado, en realidad, no existe. La mayor parte de la población se dedica al pastoreo. La tierra pertenece a la iglesia copta o al emperador que utiliza sus dominios como le place. Por ejemplo, para hacer regalos a sus protegidos o a sus cortesanos. El pueblo no se rebela; ni siquiera tiene capacidad para ello. Una estadística sueca publicada por el Dagens Niether sostiene que el noventa y cinco por ciento de los etíopes son analfabetos y el cinco restante saben leer pero no todos saben escribir. También sostiene que el cuarenta por ciento padecen sífilis, el cincuenta tracoma y el treinta lepra.)

P.- Majestad, ¿qué piensa de la nueva generación presa del descontento? Me refiero a los estudiantes que se agitan en la Universidad, especialmente en Addis Abeba y...

R.- La juventud es la juventud. No se pueden combatir las actitudes

inherentes a la juventud. Por otra parte, no representan nada nuevo: en el mundo nunca sucede nada nuevo. Examine el pasado. Se dará cuenta de que la desobediencia de los jóvenes viene de antiguo. Los jóvenes no saben lo que quieren. No pueden saberlo porque les falta experiencia, les falta sabiduría. Para mostrar a los jóvenes el camino recto y castigarles cuando se rebelan a la autoridad, está el jefe del Estado, estamos Nos. Pero no todos los jóvenes son malos y sólo los culpables irreductibles son castigados sin piedad. Los otros son doblegados e inducidos a servir a su país. Así pensamos Nos y así debe ser.

P.- ¿Hay que castigarles incluso, con la pena de muerte, Majestad?

Hay que examinar bien la cuestión. Y en ocasiones se descubre que la pena de muerte es justa y merecida. Por ejemplo, para los desobedientes. ¿Por qué? Porque va en interés de todo el pueblo. Nos hemos abolido muchas cosas. Por ejemplo, la esclavitud. Pero la pena de muerte, no: no podemos abolirla. Sería como renunciar a castigar a quien osa discutir la autoridad. Así pensarmos Nos y así debe ser

P.- Majestad, quisiera que me hablase un poco de sí mismo. Dígame ¿alguna vez fue usted un joven desobediente? Pero tal vez debiera preguntarle si ha tenido tiempo de ser joven, Majestad.

R.- Nos no comprendemos la pregunta. ¿Qué me pregunta? Por supuesto que Nos hemos sido joven: no hemos nacido viejo! Hemos sido niño y luego adolescente y luego joven y luego adulto y luego viejo. Como todos. Nuestro Señor Creador nos hizo a Nos como a todos. Tal vez lo que usted quiere saber es qué tipo de joven era. Nos, bien: era un joven muy serio, muy estudioso, muy obediente. Alguna vez castigado, pero ¿sabe usted por qué? Porque a Nos no le bastaba lo que a Nos le hacían estudiar y Nos queríamos estudiar más. Nos queríamos quedarnos en la escuela después de terminadas las clases. Nos disgustaba divertimos, montar a caballo, jugar. No quería perder el tiempo en juegos.

P.- Majestad, tal vez no he sabido explicarme...

R.- Ça, suffit, ça suffit! ¡Basta, basta!

P.- Majestad, usted es el monarca que ha reinado más tiempo de todos los que están ahora en el trono. Y, en una época que ha visto la ruinosa caída de tantos reyes, usted es el único monarca absoluto. ¿Alguna vez se ha sentido solo en un mundo tan distinto del mundo en que creció?

R.- Nos creemos que el mundo no ha cambiado en absoluto. Nos creemos que esos cambios no han cambiado nada. Ni siquiera vemos la diferencia entre república y monarquía. Nos vemos dos sistemas sustancialmente iguales de gobernar un pueblo. A ver, dígame, ¿cuál es la diferencia entre república y monarquía?

P.- No importa, Majestad. ¿Qué piensa de la democracia?

R.- Democracia, república, qué quieren decir estas palabra? ¿Que han cambiado en el mundo? ¿Acaso los hombres son mejores, más leales, más buenos? ¿Acaso el pueblo es más feliz? Todo continúa como antes, como siempre. Ilusiones, ilusiones. Y, además, hay que mirar por las intereses de un pueblo antes de subvertirlo con palabras. A veces la democracia es necesaria. Pero a veces es un perjuicio, un error.  

P.- Majestad, ¿intenta acaso decir que ciertos pueblos como el suyo no están preparados para la democracia y por tanto no la merecen? ¿Intenta decir que la libertad de prensa sería inadmisible aquí?

 R.- Libertad, libertad... El emperador Menelik y también nuestro padre, hombres iluminados, examinaron esta palabra y siguieron de cerca estos problemas. Se lo plantearon e hicieron muchas concesiones al pueblo. Nos, más tarde, hicimos otras. Ya hemos recordado que fui- mos Nos quienes abolimos la esclavitud. Pero, repetimos, que algunas cosas son buenas para el pueblo y otras no. Es necesario conocer a nuestro pueblo para darse cuenta de ello. Es necesario proceder lenta, prudentemente, ser como un padre muy cauteloso respecto a sus propios hijos. Nuestra realidad no es la de ustedes. Y nuestras desgracias son infinitas.

P.- Majestad, ¿alguna vez ha lamentado su destino de rey? ¿Ha deseado alguna vez vivir como un hombre normal?

R.- No comprendemos su pregunta. Ni en los momentos más duros, más dolorosos, nos hemos lamentado o maldecido nuestro destino. Nunca. ¿Por qué hubiéramos tenido que hacerlo? Hemos nacido de sangre real, el mando nos espera. Y, puesto que nos espera, puesto que Nuestro Señor Creador ha pensado que podríamos servir al pueblo como un padre sirve a su hijo, ser monarca constituye para Nos un gran placer. Hemos nacido para esto, y para esto hemos vivido siempre.

P.- Majestad, estoy intentando comprenderle como hombre y no como rey. Por tanto, insisto y le pregunto si este oficio le pesa alguna vez; por ejemplo, cuando debe ejercerlo por la fuerza.

R.- Un rey no debe jamás lamentar el uso de la fuerza. Hay necesidades malas, pero son necesidades, y un rey no debe detenerse frente a ninguna necesidad. Ni siquiera cuando ésta le disgusta. Nos no hemos tenido nunca miedo de ser duros; el rey sabe lo que es conveniente para el pueblo y el pueblo no lo sabe. Para castigar, por ejemplo, Nos debemos aplicar únicamente el juicio de nuestra conciencia. Y nunca sufrimos cuando castigamos porque creemos en ese castigo y tenemos absoluta confianza en nuestro juicio. Así debe ser y así es.

P.- Majestad, usted habla siempre de castigos. Pero ¿es cierto que usted es tan religioso y tan devoto de las enseñanzas cristianas?

R.- Nos hemos sido siempre muy religioso, desde niño, desde el día en que nuestro padre, el ras Makonnen, nos enseñó, los mandamientos de Nuestro Señor Creador, nos rezamos mucho, y vamos a la iglesia lo más a menudo posible, cada mañana si es posible, nos acercamos a los sacramentos cada domingo, con regularidad. Pero por la religión no entendemos sólo la nuestra, y hemos concedido al pueblo la libertad de observar la religión que le plazca. Creemos en la unidad de las Iglesias, y por esto durante nuestro viaje a Italia estuvimos tan interesados en reunirnos con Pablo VI. Nos gusta mucho. Nos parece un hombre de gran capacidad, sobre todo en sus intenciones de trabajar por la unidad de las Iglesias y nos demostró mucha amistad.

P.- Majestad, durante su viaje a Italia, los italianos hicieron todo lo posible para demostrarle lo que les disgustaba haberle hecho la guerra. Con la entusiasta acogida que le dispensaron le dijeron que la de 1935 había sido la guerra de Mussolini. ¿Está usted convencido de ello ahora?

R.- Si es posible una diferencia entre italianos y fascistas, no corresponde a Nos decirlo. Corresponde a la conciencia de ustedes. Cuando un pueblo entero acepta y mantiene en pie a un gobierno, quiere decir que ese pueblo reconoce a ese gobierno. Pero Nos queremos aclarar que siempre hemos separado, en nuestro juicio, la guerra de Mussolini y el gobierno de Mussolini. Eran dos cosas distintas, y, al mismo tiempo, no nos creemos en condiciones de juzgar al gobierno de Mussolini por la guerra con la que agredió a Etiopía. Es el propio gobierno el que juzga cómo ser útil a su pueblo y, evidentemente, el gobierno de Mussolini nos agredió pensando ser útil, con esa guerra, al pueblo italiano.

P.- Majestad, tal vez no lo he comprendido bien. ¿Puedo preguntarle cómo juzga, en la actualidad, a Mussolini?

R.- Nos no le juzgamos. Ahora está muerto y no sirve para nada juzgar a los muertos. La muerte lo cambia todo, lo anula todo. Incluso los errores. A Nos no nos gusta hablar de odio o de desprecio respecto a un hombre que ya no puede respondernos. Y lo mismo digo respecto a todos los demás que invadieron nuestro país: Graziani, Badoglio. Todos han muerto. Silencio. Nos conocimos a Mussolini en 1924, cuando aún no éramos emperador y nos trasladamos a Italia en visita oficial. Nos recibió muy bien, como un verdadero amigo. Estuvo muy amable. Nos gustó. Hablamos abiertamente con él del pasado y el porvenir. Nos inspiró confianza. Después de la conversación se desvanecieron todas nuestras dudas. Luego él faltó a su palabra. Y esto no lo comprenderemos nunca. Pero ahora ya no tiene importancia.

P.- Entonces, Majestad, ¿cómo ve usted aquellos desgraciados años? ¿Cómo ve la guerra que le hicimos?

R.- Nos miramos estos años con reacciones diferentes, en contraste. Por una parte no es posible olvidar lo que los italianos nos hicieron; sufrimos mucho por culpa de ustedes. Por otra parte, qué podemos decir? A muchos les sucede que hacen una guerra injusta y la ganan. Apenas regresamos en 1941 a nuestro país. Nos dijimos: tenemos que ser amigos de los italianos. Y hoy lo somos de verdad. Ustedes han cambiado en muchas cosas y nosotros hemos cambiado en muchas otras. Y... digámoslo así: la historia no olvida y los hombres, en cambio, pueden olvidar. Incluso pueden perdonar, si tienen un espíritu benévolo. Y Nos intentamos serlo. Sí, hemos perdonado. Pero no olvidado. No hemos olvidado. Lo recordamos todo, ¡ todo!

P.- ¿También el discurso que hizo ante la Sociedad de Naciones, Majestad? ¿También el día en que huyó?

R.- ¡Oh! sí. Recordamos muy bien el discurso, la víspera de aquel discurso, los periodistas fascistas que nos insultaban, las palabras que Nos pronunciamos invocando justicia: “Hoy nos sucede a nosotros, mañana os sucederá a vosotros”. Y así sucedió ... Y recordamos el día en que partimos hacia el exílio porque aquél fue el dia más doloroso de nuestra vida. Tal vez también el más incomprendido. Y exigió mucho valor; a veces las cosas que aparentemente no requieren coraje, exigen mucho valor. El hecho de que no nos quedaba nada más que la esperanza que volver al frente de nuestro pueblo. Pero era una esperanza grande y, mientras viajábamos, se convirtió en certeza absoluta. Nos no lo hubiésemos hecho si hubiésemos pensado que tendríamos que quedarnos para siempre en Europa. Nos habíamos comprendido cómo marcharían las cosas y nadie nos vio nunca desesperado en aquellos años.

P.- Majestad, usted insiste siempre en la amistad con los italianos y, en realidad, fue muy indulgente con ellos cuando regresó a Addis Abeba. ¿Puedo preguntarle si los italianos han hecho algo de bueno en Etiopia?

R.- Desde luego. ¿Por qué no? Hicieron mal, sobre todo al principio, pero también han hecho bien. Sobre todo después. Como siempre en la vida, nada tiene siempre un color concreto. Digamos que los italianos han atormentado bastante a nuestro país, pero han hecho también cosas buenas. Nada de nuevo, nada milagroso, nada que Nos no hubiéramos ya empezado, hay que precisarlo. Y, además, hay que aclarar que, si no hubiesen hecho nada positivo, habrían tenido contra ellos a toda la población, Y tenían que mantenerla de su parte. Bien ..., digamos que sí: en cierto sentido, interrumpieron lo que Nos habíamos empezado, pero en otro sentido, lo continuaron. Y hoy nos sentimos muy felices de haber protegido a los italianos a nuestro regreso.  

P.- Majestad, en estos treinta y un años de recobrada independencia, Etiopía no ha estado precisamente tranquila. Ha habido varias rebeliones y algunos golpes de Estado. Uno, de enormes proporciones, hace doce años. En él se encontraba implicado el propio príncipe heredero. ¿Qué tiene que decirme sobre esto, Majestad?

R.- Que Nos no nos preocupamos de esto o que no nos preocupamos más de lo necesario. Estas cosas suceden en la vida de cualquier país. Siempre hay algo que se mueve, que fermenta. Y en todas partes hay personas ambiciosas. Personas malas. Basta hacerles frente con coraje y decisión. No hay que dudar, no hay que ser débil o dejarse llevar por pensamientos contradictorios, no hay que dejarse abatir. Nos no nos hemos dejado abatir jamás. A la fuerza hay que responder con la fuerza, y es así como actuamos en las referidas ocasiones. Cierto que el asunto nos dolió; Nos no lo esperábamos. Nos no esperábamos que algunos..., que algunos ... , que él ... Pero los verdaderos culpables eran pocos. Y Nos castigamos a éstos y perdonamos a los demás. Esto es todo. Así Nos lo decimos y así debe ser.

P.- No, Majestad, no es todo. Yo me refería al hecho de...

R.-  ¡Ça suffit, ça suffit! ¡Ya está bien, ya está bien!

P.- Majestad, si no quiere hablar de ciertas cosas, hábleme más de usted. Se cuenta mucho que ama a los animales y a los niños. ¿Puedo preguntarle si ama tanto a los hombres?

R.- A los hombres... , bueno, es difícil ser indulgente con los hombres. Es mucho más fácil ser indulgente con los animales y con los niños. Cuando se ha tenido una vida difícil como la nuestra, se está más cómodo con los animales y con los niños. Ellos no son nunca malos, por lo menos no intencionadamente. En cambio, los hombres ... , claro que hay hombres buenos y hombres malos. Se utiliza a los primeros y se castiga a los segundos, sin intentar comprender por qué son buenos o por qué son malos. La vida es como el teatro: no se puede comprender toda e inmediatamente. No divierte ya. Y, además, Nos les pedimos demasiado a los hombres para respetarlos.

P.- ¿Qué les pide, Majestad?

R.- Dignidad, coraje.

P.- Y un rey, ¿qué se exige a sí mismo, Majestad?

R.- También coraje. Y equilibrio. Un rey debe saber adaptarse, oscilar entre amigos y enemigos, entre lo nuevo y lo viejo. Un rey debe saber tomar su tiempo y someterlo todo al objetivo que se ha fijado de antemano. Aprendimos esto en la juventud, cuando leímos vuestros libros y nos formamos en la cultura occidental de ustedes, según los deseos del emperador Menelik y de nuestro padre. Porque Nos comenzamos muy pronto a apreciar las cosas nuevas de las que usted habla. Nos hemos viajado mucho. Pero no nos gusta viajar. Nos cansa. Y, en la mayoría de ocasiones, no nos divierte. Pero lo hacemos igual porque creemos útil ir en busca de amigos y ésta es la misión de un rey.

P.- Majestad, Etiopía es usted. Es usted quien la maneja, es usted quien la mantiene unida. ¿Qué sucederá el día que usted ya no esté?

R.- ¿Cómo, cómo? No comprendemos esta pregunta.

P.- El día en que usted muera, Majestad.

R.- Etiopía existe desde hace tres mil años. Existe desde el día en que fue creado el hombre. Mi dinastía reina desde que la reina de Saba visitó al rey Salomón y de sus relaciones nació un hijo. Es una dinastía que continúa desde hace siglos y durante siglos continuará. Un rey es sustituible y, además, mi sucesión está asegurada. Hay un príncipe heredero y el reinará cuando Nos ya no existamos. Así hemos decidido que sea y así será.

P.- Majestad, haciendo un recuento de su vida, yo diría que no ha sido una vida feliz. Todas las personas que amaba han muerto: su mujer, dos de sus hijos, dos de sus hijas. Han caído muchas de sus ilusiones y muchos de sus sueños. Pero ha acumulado, supongo, una gran sabiduría y a esta sabiduría le pregunto: ¿cómo mira, Haile Selassie, a la muerte?

 

R.- ¿A qué?, ¿A qué?

P-. A la muerte, Majestad.

R.- ¿La muerte? ¿La muerte? ¿Quién es esta mujer? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere de mí? ¡Fuera, basta! Ça suftit!, ça suftit!

 

 

La periodista comenta al final de la entrevista, incluida en su libro “Entrevistas con la historia”:  Tal vez la muerte le da tanto miedo porque sabe que Haile Selassie  será el último emperador absoluto de Etiopía, León de Judá, Elegido de Dios, Potencia de la Trinidad y Rey de Reyes.

Oriana Fallaci, Addis Abeba, junio 1972

Coda: un comité de mandos militares de bajo rango depuso a Haile Selassie el 12 de septiembre de 1974. El 27 de agosto de 1975, el depuesto Emperador de Etiopía, Haile Selassie, moría en circunstancias no aclaradas a la edad de 83 años. Oficialmente se declaró que la muerte se debió a complicaciones tras una operación de próstata realizada dos meses antes. Sin embargo, los historiadores señalan que fue asesinado por  Mengistu Mariam, uno de los hombres más cercanos al por entonces jefe de Estado, Tafari Benti, que más tarde se convertiría en el hombre fuerte del socialismo etíope.

 


 

     

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