EXPO DE ROY ANGLADA de 9.10. a 29.11.2015
A tientas: una aproximación mínima a la pintura de Roy Anglada
El pintor, en su soledad, sabe que lejos de ser capaz
de controlar el cuadro desde fuera, tiene que habitarlo, dejar que éste lo
cobije. Trabaja a tientas. Si podemos entender la abstracción como el
progresivo autodescubrimiento de las bases materiales del arte, en un proceso de
singular despictorialización, también tendríamos que comprender que en ese
proceso se encuentra en núcleo duro de lo moderno. Tenemos que tener claro, a
la manera hegeliana, que lo abstracto no es otra cosa que lo concreto aquello
en lo que nunca deja de latir la certeza sensible. No se trata de un escapismo
o un camuflaje de lo real ni de aquello que nos afecta. En última instancia,
por medio de la pintura, se celebra la exaltación de estar corporalmente en el
mundo. Y el gestualismo característico, por ejemplo, de la abstracción de Roy
Anglada es, sin duda, una manifestación de ese instinto vital, vale decir, de
esa forma apasionada de sedimentar la subjetividad. «Roy – escribe José Manuel
Ciria – busca más que cualquier otra cosa que su búsqueda sea placentera, que
los momentos de desaliento y duda se resuelvan sin aspavientos ni crisis,
intentando el regocijo y el disfrute, dando la espalda a la problemática de la
muerte del arte, y realizando exposiciones con la misma ilusión del niño que
muestra a sus padres las primeras ceras». Su pintura es tan abstracta cuanto
intimista; se trata de un romántico sin sentimentalismos, un creador de
filiación informalista que enfrenta con extraordinaria determinación la
superficie tensa del cuadro. Es importante recordar la consideración de Claude
Lévi-Strauss de que el genio del pintor consiste en unir un conocimiento
interno y externo (a mitad de camino siempre entre esquema y la anécdota), «un
ser y un devenir; un producir, con un pincel, un objeto que no existe, como
objeto y que, sin embargo, sabe crearlo sobre su tela: síntesis exactamente
equilibrada de una o de varias estructuras artificiales y naturales y de uno o
de varios acontecimientos, naturales y sociales. La emoción estética proviene
de esta unión instituida en el seno de una cosa creada por el hombre, y por
tanto, también, virtualmente por el espectador, que descubre su posibilidad a
través de la obra de arte, entre el orden de la estructura y la orden del
acontecimiento». Eso es algo que sucede con toda claridad en la pintura gestual
de Roy Anglada que, en cierto sentido, regresa al código greenbergiano, aunque
sea con el bagaje mestizo de lo que suele llamarse abstracción redefinida.
Recordemos que la aspiración
de la modernidad fue, según Clement Greenberg, aspirar a cierta pureza del
medio pictórico, repudiando lo tridimensional e ilusorio para radicalizar la
planitud, una aspiración que ha sido desmantelada por las tendencias
contemporáneas que han aceptado toda clase de contaminaciones. Podemos
encontrar en la obra de Roy una dimensión personal del gesto, una dinámica en
la que se produce el desbordamiento de lo geométrico, sin por ello dejarlo de
lado. Tengamos presente que el gesto es el significante imaginario del arte
moderno: La pintura moderna, en particular el expresionismo abstracto, subraya
precisamente esta producción del significante, pero sería ilegítimo, en
consecuencia, suponer que esta práctica implica una deconstrucción, una
violación o trasgresión del espacio pictórico. Los gestos pictóricos de Roy
Anglada son una suerte de sedimentación de la mente, en la que los
acontecimientos del cuadro son, literalmente germinales. «El trazo mismo – escribe
Derrida - se atrae y se retira de allí, se atrae y pasa por allí, por sí mismo.
Se sitúa. Se sitúa entre la orla visible y el fantasma central desde el cual
nosotros fascinamos». La pintura de Roy
Anglada se sitúa como heredera del dripping o de toda la dinámica
«escatológica» que a partir de Pollock se desarrolló, pero también una
sublimidad semejante a la que Barnett Newman reivindicara (el deleite de que
suceda algo y no más bien la nada). También es cierto que la consumación
(postmoderna) del nihilismo ha hecho que no tengamos pánico ante un horizonte
(privado de sentido) que consideramos, en gran medida, inevitable y, por otro
lado, lo que sucede es, en una mass-mediatización acelerada, en vez de sublime
(una lucidez más allá de lo conceptuable) catastrófico, esa experiencia que
puede llevar a la estupefacción, a una transparencia absoluta (por supuesto,
«informativa») que es, paradójicamente, la ceguera radical. En un paisaje de
acontecimientos que corresponde a lo que Virilio llama estética de la
desaparición, la pintura, con toda su fluidez sensual y hermosa presencia,
termina por ser una poética de la lentitud o, en otros términos, una
reivindicación de una temporalidad densa. Aquella generación americana que, en
medio del naufragio moral, compuso una pintura épica tenía, demasiado cerca, la
experiencia terrible de la bomba atómica, el abismo del entusiasmo de la
crueldad humana, ese cuestionamiento de lo poético que Adorno asociara
a Auschwitz, mientras nosotros nos columpiamos, con una mentalidad afectada por
la regresión infantil, en medio de la guerra civil de las imágenes, cuando las
estrategias fatales han impuesto el maniqueísmo. Frente a una mentalidad que
ajusticia a la pintura por su inactualidad podría considerarse que es
propiamente esa condición «intempestiva» la que puede ofrecer, elípticamente,
ejemplos de libertad: testimonios de sujetos que han sentido la necesidad de
continuar a pesar de todo, sin caer en la amnesia y el cinismo, manteniendo
abierta la vía del intercambio simbólico. La mano está guiada por una visión
devorante, pero también por un pulso (mejor que una pulsionalidad) que conforma
un azar más inmediato. Germán M. Borrachero ha indicado, acertadamente, que la
pintura de Roy Anglada está tensada y sostenida entre la estructura innatamente
racionalizada y el gesto arrebatado de la pulsación. Su «caligrafía interior»
no está esperando una descodificación normativa sino una sintonía emocional. El
pintor, como dijo Valery, aporta su cuerpo, «sumergido en lo visible, por su cuerpo,
siendo él mismo visible, el vidente no se apropia de lo que ve: sólo se acerca
por la mirada, se abre al mundo». La pintura de Roy Anglada, como la de Barnett
Newman, impone en el espectador una impresión de lugar, es como si gracias a
sus cuadros uno supiera que está allí. Ese misterio metafísico, mezcla de
asombro y fervor junto al deseo de producir allí algún tipo de «sentido», hace
que la obra se mantenga abierta como un territorio que tenemos que habitar
desde la más extrema sutileza. En una ocasión le preguntaron al escritor
Vladimir Nabokov si en la vida le sorprendía algo, a lo que respondió que la maravilla
de la conciencia, «esa ventana que repentinamente
se abre a un paisaje soleado en plena noche del no ser». Roy quiere abrir esa
ventana de lo maravilloso; frente al regodeo en lo repugnante impone
composiciones de gestos decididos, traza espacios donde el encuentro nos
encuentra, marca, alegóricamente, caminos que hacen que nos adentremos en lo
que salva: la poesía. La pintura de Roy Anglada puede ser entendida como puro
placer de la experimentación, del ensayo, en ocasiones buscando el desgarro, en
otras facilitando unos interiores intensos y oscuros, o bien paisajes luminosos
llenos de figuras y señales. Contemplamos sus colores exaltados y sus
variaciones radicales con el color negro. Sabe sacar partido de las polaridades
e incluso, en la exposición que presentó en el 2006 en el Cortijo Miraflores de
Marbella, el «tema» subyacente eran las relaciones de pareja. En cierta medida su
imaginario ha llegado a lo que los alquimistas denominaron nigredo, aquel punto
a partir del cual se volvía a producir la explosión de todos los colores, como
en la cola del pavo real. La pintura de Roy Anglada alcanzó hace años el
espíritu en su búsqueda de la destilación del gesto a modo de trazo.
Indomesticable espíritu incapaz de dormir en una cáscara de nuez, que no cesa
de fluir y sobre-quebrarse. Hay que aprender del crecimiento de las cosas en la
naturaleza y llegar a decidir cuál es el momento oportuno. Acaso el tiempo
cronológico y el tiempo meteorológico no hablen de otra cosa que de una mezcla,
esto es, del kairós, aquello que resulta propicio. La luz que hace las cosas
visibles en el kairós impone el tiempo de la naturaleza: ahí se unen el corte y
la continuidad, lo estático y lo fluido. La pintura de Roy atiende a esa
ocasión, fluye con naturalidad: no es caótica sino que tiene un ritmo intenso,
incluso una musicalidad manifiesta. En sus títulos nombra el eco, las voces, el
soliloquio o el éxtasis, el deseo de encontrar respuesta y la conciencia de la
soledad, la búsqueda de trascendencia y la obligación de encontrar un lugar
propio. El acto de pintar puede llevarnos hasta aquel borde del abismo en el
que nos borramos sin perder por ello la intensidad de la experiencia en un
tiempo de verdadero éxtasis. El pintor, repetimos el comienzo, trabaja a
tientas: su tacto sensibiliza la materia.
Nota del autor del blog: Las consideraciones anteriores están escritas por mi compañero el Prof. Dr. Fernando Castro Flórez, Profesor de la Universidad Autónoma
de Madrid y crítico de arte actual.
El profesor Castro Flórez |
Eduardo Sáenz de Varona con la artista Blanca Orozco |
Obra expuesta por Blanca Orozco con la intervención de Lucas y Prior |
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